Hemos comido en El Molino como mínimo una vez al año, en agosto, pero siempre es más de una.
Hace 33 años que cada 20 de agosto, o fecha lo más cercana posible, vengo a comer al Molino y nunca me ha defraudado lo más mínimo. Al principio fueron menús largos y estrechos, luego menús degustación, en otras ocasiones carta; siempre he salido satisfecho.
Hoy vuelvo a salir con la sonrisa en la cara, satisfecho, y mi acompañante también. De unos años a esta parte siempre nos ha atendido Elvira, una jefe de sala con un saber estar como pocos y a la que siempre hacemos caso en sus recomendaciones, quizás una parte de este continuo éxito sea su consejo.
Comenzamos con unos aperitivos memorables: brandada, paté de ave, mejillón jalapeño, tartar de tudanca y anchoa, croqueta y el siempre bienvenido aceite de oliva virgen extra.
Tomate de Eco-Tierra Mojada, en su punto, con bonito ahumado. Este último es una pasada de sabor y el ligero toque ahumado que le viene como anillo al dedo.
Carpaccio de tudanca. Un señor carpaccio con sabor a carne, sin disfraces, producto cien por cien cántabro, acompañado de unos ricos tortos de maíz y unas lascas de trufa de verano.
Tronco de bonito. En su punto perfecto, lo que más me ha gustado de la comida. Elaboración de diez, acompañado de una picada de tomate con un ligero picorcillo fruto de las piparras. Una auténtica delicia, producto y mínima injerencia.
Para terminar, un taco de entrecot de tudanca, carne de vaca de verdad en su punto y con la justa madurez.
Dos postres, helado de queso y soufflé de chocolate.
Otra comida en El Molino para el recuerdo.