Este artículo es un legado gastronómico de Pedro Gándara Ruiz, que la elaboró al menos en tres ocasiones.

La estudió, buscó bibliografía y dejó una receta escrita de su mano. Este legado lo dejó junto con una serie de viñetas cómicas de la época, algunas relacionadas con la gastronomía y otras no, que acompañan al escrito original.
Me acordé de este compendio de escritos sobre ella a raíz de asistir a las jornadas gastronómicas Burgos entre cucharas , que despertó mi atención, y de la presentación del libro «La Olla Podrida y otros cocidos con historia».

¿Por qué se denominaba podrida?. En la sociedad española del XVI y el XVII esta olla era una meta gastronómica de la época. Lope de Vega, Cervantes, Calderón de la Barca y Quevedo la elevaron a categoría de mito. Despertaran un elevado interés entre los tratadistas culinarios franceses. Aparecen citadas en el “Dictionnaire de la cuisine française” (1866) como origen del “pot au feu”; las ensalzaba el gran Escoffier en “Le Guide Culinaire” (1903) y también Alejandro Dumas en Le Grand Dictionnaire de Cuisine” (1869).

Sobre el origen de su nombre hay teorías para todos los gustos, pero para los burgaleses no existe discusión. Olla podrida deriva de poderida, del que puede, de quien tiene medios, del rico o del poderoso. De ahí tal vez el comentario de Sancho Panza: “…mientras más podridas son mejor huelen…”. U otras expresiones de nuestra lengua que apuntan en la misma dirección: “un hombre podrido en dinero”, pero dejemos claro que esta actual olla podrida que sirven hoy en día en Burgos no tiene nada que ver con la que nos ocupa.

En pleno invierno y con una ola de frío de por medio no puedo por menos que declamar mi amor por la cocina de cuchara hecha a fuego lento y si hay un plato que me tiene hechizado este es el cocido, creo a pies juntillos que todos los cocidos tienen como madre a la Olla Podrida, madre en cuanto a origen y superior en el escalafón.

Os dejo aquí este extenso artículo, al final hay un manuscrito con la receta que utilizó Pedro para la elaboración de la madre de todos los cocidos. 

Toda la documentación está sin referenciar debido al desconocimiento de su procedencia, ya que está sacado de unas fotocopias que dejó como legado y sin referencia alguna. Al final, en un link, está la receta manuscrita que utilizó para hacer esta gran olla y que es su visión de la misma.

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LA OLLA, LA UNIDAD EN LA DIVERSIDAD

Pocas cocinas en el mundo tienen una mayor diversidad que la nuestra, en la que se alternan tres grasas fundamentales: el aceite de oliva, la manteca de cerdo y la mantequilla. De la cocina, entre mediterránea y oriental, de Mallorca, a la grasa y atlántica cocina gallega o al área de los grandes asados castellanos o de las dulzuras arábigo andaluzas, hay unas notabilísimas diferencias. El hecho de que figuren como platos característicos españoles, en cualquier carta extranjera de restaurante por ejemplo, la del de Torino, que se jacta de tener la carta más extensa del mundo, unas elaboraciones tan diversas como el cocido, la paella, el gazpacho y el bacalao a la vizcaína, es suficiente para demostrar la riqueza de especialidades gastronómicas españolas y lo muy diversas que son entre sí.

De todos estos platos el único que es común para casi la totalidad de España es el cocido, la cumbre de la cocina de evaporación. Formas de cocido aparecen en todas las regiones: el cocido vasco, el extremeño, las variaciones de ollas gallegas, el cocido riojano, el cocido andaluz o la «pringá», el de sota, caballo y rey, de Burgos, la «sopa y bullit» de Baleares, el cocido nupcial de siete carnes canario, «la escudella i carn d’olla catalana», «l’olla de tres abocás» valenciana, la presa de predicador de Aragón, todos ellos variedades de una misma idea, aunque con distintos acentos.

Un hombre preocupado esencialmente por la cocina española, el tan citado primer gastrónomo literario-histórico del siglo xix, el Dr. Thebussem, afirmaba: «El propio cocido, que parece ser el lazo de unión constitucional entre los antiguos reinos, carece aún de una forma concreta que obligue a todos». Afortunadamente, el afán centralizador del buen tratadista alfonsino no se ha realizado’. Cierto que no existe una norma única y valedera para elaborar este plato, es decir, que no puede hablarse, con propiedad, de cocido español; pero no es menos cierto que existen numerosas variedades tan sabrosas como típicas. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua intenta esta unificación. Define así la palabra olla: «Vianda preparada con carne, tocino, legumbres y hortalizas, principalmente garbanzos y patatas, a lo que se añade algunas veces algún embuchado, y todo junto se cuece y se sazona. Es en España el plato principal de la comida diaria». He aquí la obra maestra de imprecisión lograda por los venerables académicos.

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HISTORIA DE LA OLLA

Si bien la cocina familiar española posee en todas las regiones un plato parecido al cocido, no podemos jactarnos de haber inventado este. De hecho, exceptuando los platos modernos de puro adorno o de refinado acierto, apenas se conoce el inventor de ningún guiso fundamental. Hemos de ir a buscar, pues, el origen de la olla, de la sopa que tan a menudo, felizmente, la precede, a la misma prehistoria. Apenas el hombre poseyó el dominio del fuego, debió ocurrírsele inventar un recipiente en el cual, con el añadido del agua, se cocieran las duras carnes de la caza que se proporcionaba penosamente.

Es evidente que los inicios de la alfarería van unidos a la invención de la olla y, con ella, a la fabricación de caldos para beber y carnes, hervidas y algo disgustadas, para comer. Como es sabido, la alfarería tiene su comienzo en algún momento del período neolítico, y de ahí podríamos pensar que nace el primer puchero. Sin embargo, el profesor Hallam L. Movius, que ha estudiado las cuevas prehistóricas perigordinas, afirma haber encontrado una amplia ‘serie de cantos rodados, en su mayoría resquebrajados por el calor. Parece ser que estas piedras, previamente calentadas, se introducían en un líquido, contenido en una calabaza, para calentarlo. Es decir, se trata de un primer procedimiento, anterior, naturalmente, a la invención de la alfarería.
Curioso se nos antoja que sea en el Perigord, en su rico acervo arqueológico, donde se hallen estas invenciones. Conocemos bien el Perigord, sede de la mejor cocina francesa. En Les Eyzies, precisamente donde se hallaron los cantos rodados cocedores, se encuentra un restaurante, el «Cro-Magnon», de nombre escalofriante y gloriosa memoria. ¡Sus trufas al rescoldo, señor, las negras, las perfumadas trufas!

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EL CALDO NEGRO DE LOS ESPARTANOS

El primer caldo del que se tiene noticia histórica es el célebre plato único que el severo legislador Licurgo de cuya existencia se ha dudado, pero que nosotros hemos de admitir, por lo menos, impuso a los espartanos en el siglo vi antes de Jesucristo. Aunque Esparta ha pasado a la historia como ciudad de una austeridad estremecedora, no siempre fue así. En el siglo VII antes de Jesucristo, Esparta era un centro cultural de primer orden, como lo sería Atenas en el siglo IV antes de Jesucristo o Corinto en el II. Allí acudían músicos, juglares, artistas de toda especie.

El espartano era hospitalario y celebraba suntuosos banquetes. Ello le llevó, según parece, a esa decadencia que los historiadores antiguos, con su moralidad, consideraban lógica, y apareció entonces un legislador, el drástico Licurgo, que reaccionó contra este lujo excesivo e instauró el régimen de austeridad que ha hecho famosa a la rival de Atenas.

Una de las características de este régimen piadoso, militar, grave, es la sobriedad: Su idea fue la muy siniestra de establecer un plato único cuya composición, según parece, estaba severamente reglamentada por la Ley. Esta monstruosidad hizo que se crearan cocinas y comedores municipales. Al principio de cada mes, los ciudadanos aportaban los magros productos de la tierra, sobre todo harina y vino, pues Licurgo, con muy buen criterio, no se atrevió a suprimir el vino, a pesar de ser tan austero y totalitario. Gracias a esta contribución, el ciudadano tenía derecho a tomar parte en la comida comunitaria que se establecía generalmente en mesas de quince. Allí se servía el célebre caldo negro, el bodrio, que ha pasado a la historia con terribles acentos. El lúgubre caldo negro de Esparta ha trascendido la literatura griega y ha llegado a nuestro tiempo como uno de los productos más aterradores de la gastronomía. Tiembla el blando poeta de las islas o el grave pensador ateniense o el lírico de la Magna Grecia cuando citan la negra sopa lacedemonia.

En el siglo pasado, el escritor francés Anatole France, después de leer muy atentamente a los poetas griegos y declararse amador de la filósofa que encierran algunos de los goces helénicos, llegó a afirmar que la base del heroísmo de los espartanos no era otra que una pura repulsión gustativa. El burlón France afirmaba que los espartanos se lanzaban a la guerra y á la muerte, con la idea fija e imborrable de que, si sobrevivían, debían retornar a Esparta y volver a comer el horrible caldo. Mejor morir, pensaban. Sea como fuere, Ja receta exacta de la sopa negra nos es desconocida. En las marmitas comunales hervían, confusos, una serie de elementos — carne y vegetales — junto con la sangre de los animales y especias, incluso un grano, frivolidad única, de mostaza.

Parece ser que el caldo espartano fue un caldo hecho con sangre y en ello coinciden muchos eruditos. Posiblemente fuera un caldo ritual elaborado con la sangre de los antiguos animales totémicos. Repetimos que no se conserva la receta, gracias a Dios. Pero una dama del siglo XVIII, una insensata helenista que afirmaba tener revelaciones, Madame Dazier se vio favorecida por un éxtasis, en el transcurso del cual se creyó trasladada, por mágicas artes, a las duras riberas del Eurotas espartano. Conoció entonces, por inspiración, la receta exacta del caldo negro. Llevada por su entusiasmo, lo confeccionó en sus fogones y lo ofreció a sus amigos. Todos creyeron morir y se doblaban por las esquinas, presos de horribles retortijones. Poco le faltó a la citada Madame Dazier para ser lapidada, como lo fue, en sus postrimerías, Licurgo, quien, al cabo de unos años de someter a los espartanos a esta tiranía alimenticia, se vio apedreado y expulsado ignominiosamente de Esparta. La coacción alimenticia no se soporta durante mucho tiempo. Conocemos Esparta. ¡Qué triste, qué provinciana, qué melancólica ciudad! Desde que los tebanos vencieron a Esparta nadie parece haber reído allí. Ni haber comido sólidamente. Los espartanos crearon un estado lógico y castrense. Poco queda de ellos. Sólo un triste museo, sin nada trascendente, cuatro estelas, muy pocas inscripciones. Y una tremenda, abrumadora leyenda de la sopa negra, sangrienta, oscura y espesa.

Digamos de paso que las sopas de sangre se mantienen en muchos países de Europa: en Polonia, en Rumania, en Suecia. A los autores de este libro les emociona que se consuman sopas en Transilvania, país de vampiros, gourmets de sangre; Juan Perucho escribió una novel sobre ellos y Néstor Luján la leyó con deleite y afición. Hemos probado Ijkópa sueca, la célebre swartsoppa con la que se conmemora el 11 de noviembre, que es el día de Martín Lutero. La sangre fresca y nutricia de la oca empurpura y luego entenebrece exquisitamente este manjar nórdico. La sangre es en todos estos casos, invariablemente, de volátil, generalmente de oca. Y añadamos, aunque ya no tengan la misma composición, que hemos tomado varios pucheros en Galicia, con una especie de pelotas hechas de sangre de pollo.

Esparta es, pues, el primer país que fabrica un plato único, a base de la cocina de evaporación en una marmita. Seguir la evolución de la cocina de evaporación es algo que rebasaría las obligadas limitaciones de este libro, aunque luego nos referiremos a los platos parecidos que coexisten hoy, en Europa, con el cocido. Nuestro propósito es, pues, hablar de los cocidos actuales y de su directo antecesor, la olla podrida.

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LAS NECESARIAS ETIMOLOGÍAS

Nos encontramos, ante todo, con que la riqueza de las cuatro lenguas peninsulares convierte en términos casi sinónimos diversas palabras de procedencia distinta. Por otra parte, en la mayoría de casos, el recipiente da el nombre al plato. Así, en catalán, la «escudella», que es el primitivo recipiente en donde se servía la sopa, ha dado su nombre a todo el plato, que se compone de dos vuelcos: Escudella, que es la «sopa», y «carn d’olla», que son las viandas y las legumbres y hortalizas, siendo el nombre general «bullit» — hervido —, que casi se ha perdido en el uso corriente. En otras regiones, un plato antiguo, quizá púnico, llamado puches, dio su nombre al recipiente en que se confeccionaba: el puchero; como, más tarde, el cocido se hirvió en el puchero, ha resultado que a aquél se le ha venido a llamar puchero.

Empecemos por la etimología de olla. Esta es la más sencilla, pues viene del latín olla, que quiere decir aproximadamente lo mismo que en nuestro castellano. La palabra olla, que ha pasado también de significar un recipiente para cocer a indicar el plato elaborado con él, llegó al francés en el siglo xvii, cuando dos reinas, Ana de Austria y María Teresa de Austria, casaron respectivamente con Luis XIII y Luis XIV. Estas reinas llevaron a la Corte de Francia el plato y la palabra. El plato ha desaparecido de las minutas galas, pero la palabra se ha transformado y en francés la olla se llama oille. O sea que esta palabra no procede, en este caso, del latín sino del español.

Cocido viene del latín coquo, cocere, en su participio pasado cactus, y esta etimología no tiene más complicaciones.

Escudella, que según el diccionario es una vasija ancha como de media-esfera, que se emplea para hervir la sopa, proviene del latín scutella, que quiere decir copita y también bandeja. En catalán ha dado la palabra escudella. En castellano, escudilla, que se emplea en Asturias, Canarias y Cuba, más que en Castilla. Tanto en Canarias como en Cuba también tiene esta palabra la acepción de taza.

En cuanto al puchero, procede de puls, sustantivo latino que viene a ser lo mismo que gachas. De puls procede la palabra polenta, que en la época clásica, era la harina cocida de cebada y la de maíz hoy. El Diccionario de Covarrubias, del siglo xvn, lo define como «un género de guisado de harina y azeyte de que usaron mucho los Antiguos, antes que se hallase la invención del pan». Covarrubias, el canónigo conquense, copió esta definición, punto por punto, de Plinio el viejo. Así son los puches castellanos, y así eran los latinos, a los que en ocasiones se añadían ingredientes de -mayor fantasía, como huevos o miel. Según hemos señalado, el recipiente para hacer las puches fue el puchero, y en el puchero de barro se condimentaba adicionalmente el cocido, por lo cual en muchas regiones se ha venido a llamar al cocido, puchero.

La palabra sopa tiene una etimología germánica. Sopa puede ser evidentemente el producto del cocido o bien algo totalmente independiente, de lo cual es ejemplo la socorrida sopa de ajo. Sopa significó exactamente, en su origen, «pedazo de pan empapado en un líquido» y viene del antiguo alemán sufán, que quiere decir sorber. Del antiguo alemán de los invasores bárbaros pasa al bajo latín y se forma la palabra suppa, que aparece, por vez primera, escrita en el sentido de pedazo de pan empapado en un líquido, en el siglo vi, en un manuscrito de Rávena. Suppa da el castellano sopa, el francés soupe, el inglés soup, el neerlandés sope y el alemán suppen. De la misma forma antigua sufán viene el verbo alemán saufen, que quiere decir tragar y oler.

El significado primitivo de sopa es el de corteza de, pan o rebanaditas, a las cuales se vierte un caldo caliente. Por extensión, ha pasado luego a designar a todos los alimentos líquidos, especialmente a los que se comen con cuchara. Ello nos recuerda la célebre anécdota del bufón de un rey nuestro, a quien en cierta ocasión le quitaron la cuchara y el mayordomo exclamó con voz de trueno: «¡Quien no coma la sopa es un sinvergüenza!» El bufón, que era hombre, de ingenio vivo, no se le ocurrió beberse el caldo sino que, ayudándose del pan, comió la sopa y su contenido, con bella diligencia. Cuando hubo terminado, dijo, a su vez, con voz estentórea: «¡Sinvergüenza es ahora el que no se coma la cu-chara!» Y al punto se engulló el pedazo de pan que él había empleado, en medio de los aplausos y las risas de los comensales.

Hasta la popularización de la cuchara, la sopa no adquirió carta de naturaleza gastronómica, porque o tenía que ser caldo y beberse o tenía que ser un bodrio que pudiera comerse como un alimento semisólido.

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LA OLLA PODRIDA, AQUEL PLATONAZO…

Resulta evidente que desde tiempos muy antiguos se hicieron en todas las regiones españolas cocidos pobres; sin embargo, el plato célebre durante siglos fue la olla podrida. Este plato nos dio a conocer, en el extranjero, como país no desdeñable gastronómicamente. Así, en el Diccionario de cocina francesa publicado en 1866 se afirma lo siguiente: «Debemos a España no sólo las ollas podridas, convertidas en el «pot au feu…». A riesgo de parecer poco patriotas nos parece una necedad. Su pot au feu es anterior al siglo XVII, cuando las reinas llevaron la olla a Francia. El hecho de que el francés, además de ser maestro en la cocina, sea tan chauvinista, nos ha de acicatear a imitarle en maestría, no en patrioterismo.

¿Qué era, en los siglos pasados, una olla podrida? Covarrubias, en el siglo xvii y en su obra Tesoro de la Lengua Castellana, la define así: «la que es muy grande y contiene en sí varias cosas, como carnero, vaca, gallinas, capones, longaniza, pie de puerco, ajos, cebollas, etc. Púdose decir podrida en cuanto se cuece muy despacio, que casi lo que tiene dentro viene a deshacerse y por esta razón se pudo decir podrida, como la fruta que se madura demasiado». Sancho Panza habla en varias ocasiones de las ollas podridas «que mientras más podridas son, mejor huelen». El golosazo — asi le increpaba Don Quijote decía, ya de gobernador de la ínsula Barataria: «Aquel platohazo que está más adelante vahando me parece que es olla podrida que por la diversidad de cosas que en las tales ollas hay no dejaré de topar con alguna que no sea de gusto y de provecho». Se la quita de las ávidas narices el Doctor Pedro Recio de Tirteafuera, bajo la especie de que tal plato plaosero es para los canónigos o para los rectores de colegios o para las bodas labradorescas, jamás para gobernadores. Miente el bellaco medicastro: lo fue también para las mesas reales. Así, el padre Cristóbal de Fontseca, en La vida de Cristo, escribe: «Verás al rey cenando la olla podrida y treinta platos encima».$ Efectivamente, el’ Arte de cocina, pastelería y vizcochería, compuesto por don Francisco Martínez Montirlo, cocinero mayor del rey, la pone muy y muy distinguida en su tratado. He aquí como discierne sus ingredientes:

«Has de cocer la vianda de la olla- podrida, cociendo la gallina, vaca, carnero, un pedazo de tocino magro y toda la demás volatería, como son palomas, perdices y zorzales: solomo de puerco, longaniza, salsichas, liebre y morcillas; todo esto ha de ser asado primero que se echen a cocer. En otra vasija ha de cocer cecina, lenguas de vaca y de puerco, orejas y salchichones; del caldo de entrambas ollas echarás en una vasija, cocerás allí las verduras, berzas, nabos, perejil y yerbabuena.»

Pero mejor es lo que nos dejó dicho Lope de Vega, en el acto II de El Hijo de los leones, a través de un gracioso diálogo:

JOAQUÍN: Y, ¿qué tenéis que le dar?
BATO: Una reverenda olla A la usanza de la aldea Que no habrá cosa que coma Con más gusto cuando venga; Que por ser grosera y tosca, Tal vez la estiman los reyes Más que en sus mesas curiosas Los delicados manjares.
JOAQUÍN: Me conformo con la olla. Píntame el alma que tiene.
BATO: Buen carnero y vaca gorda; La gallina que dormía Junto al gallo más sabrosa Que las demás según dicen.
JOAQUÍN: Me conformo con la olla.
BATO: Tiene una famosa liebre Que en esta cuesta arenosa Ayer mató mi Barcina
que lleva el viento en la cola Tiene un pernil de tocino, Quitada toda la escoria, Que chamusqué por San Lucas.

Como puede verse, en ambas fórmulas triunfaba la liebre, aunque había también una olla podrida a base solamente de liebre y cerdo. Las zarandajas que salen en el verso de Lope de Vega no eran otra cosa que verduras del huerto. Zarandajas habían sido llamados antes los granos y semillas para alimento del ganado, luego lo fueron las verduras de la huerta., como acelgas, cardos, y finalmente verdolagas, cosas deleznables, es decir, naderías.

Notemos que entre la fórmula de Martínez Montiño y la de su contemporáneo Lope de Vega hay una diferencia, que es la aparición del garbanzo.

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ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE EL GARBANZO

La nota común de casi todos los cocidos de la nación es el garbanzo. Como es bien sabido, el garbanzo, «la cebada racional», como la llamó el padre Stephanus Rodericus en su inhallable libro De Potu, es de origen cartaginés y fueron los cartagineses quienes lo trajeron a la península. A los romanos el garbanzo les inspiraba el mismo menosprecio en que hoy lo tienen los franceses, y en general, todos los países europeos. En los suburbios de la Roma Imperial se exhibía a un esclavo cartaginés, con cara de tonto, comiendo garbanzos, y la gente se moría de risa con sólo verle. No olvidemos tampoco que uno de los personajes más cómicos del teatro de Plauto es el célebre Pultafagónides, que significa exactamente: el comedor de garbanzos. La leyenda quiere que el garbanzo lo introdujera en España el general púnico Asdrúbal. Como no toleraba que en tiempo de paz sus tropas corrieran los peligros que engendra el ocio, les hizo practicar la agricultura, y cerca de Cartagena empezó a cultivarse el garbanzo. Allí trabajaron los duros guerreros la tierra contigua a la población que los romanos llamaron Cartago Nova y nosotros Cartagena. Cercano a Cartagena hubo un pueblo que hasta el siglo pasado se llamó Garbanzal: Se unió luego con otro llamado Nerverías, para formar lo que hoy es La Unión, significativo de su doble origen. Lo curioso es que el mejor garbanzo no sea murciano, sino castellano. El más afamado es el de Fuentesaúco. Sólo por envidia decían los pueblos limítrofes: «El garbanzo y el buen ladrón, de Fuentesaúco son». Desde entonces esta legumbre ha sido alimento de la gente humilde, y en época no lejana se añadió al cocido.

Martínez Montiño no se atrevió, quizá por estar investido de la pedantería de Cocinero Real, a ponerlo en su receta, pero Lope de Vega, qué interpretaba el pueblo, sí lo hizo y desde entonces forma parte de casi todas las formas de nuestros cocidos ibéricos, amén de liga serie de potajes y guisados. Nuestra palabra garbanzo viene del mozárabe arbanw y adquirió la g por influjo de varias legumbres como garroba — algarroba — gálvana, que es una especie .de guisante. La palabra arbanlo es de origen incierto, aunque es probable que venga de una lengua indoeuropea, quizá prerromana. Digamos, aunque sea de paso, que la voz cigró catalana viene directamente del latín cicer. Bien sabido es que Cicerón ltevaba este sobrenombre porque tenía en la nariz una gran verruga agarbanzada. De cicer procede el italiano cece y de esta palabra italiana, la francesa pois chiche, por la atracción fonética de este cece italiano que, como es natural, se pronunciaba cheche.

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LA ESTILIZACIÓN DE LA OLLA

Con esta olla podrida real coexisten, naturalmente, las imitaciones de menor enjundia. La pobreza de nuestros siglos xvii y xviii no permitía que la olla fuese siempre de la opulencia barroca que nos especifica Martínez Montiño, o de la que ponderan los personajes del diálogo de Lope de Vega, que ya transcribimos en páginas anteriores. En el mismo Quijote se advierte la diferencia. Don Quijote, hidalgo de estrecha hacienda, comía normalmente «olla con más vaca que carnero», según Cervantes dice, en las primeras páginas, para puntualizar, y añade que aún aprovechaba el ama la vaca para hacer con ella, por la noche, un salpicón. Bien se desprende que en aquella época era más barata la carne de vaca que la de carnero, aunque dudamos que aquélla fuera fresca, pues no imaginamos que, en un pueblo de la Mancha, se sacrificara diariamente vaca. Cervantes pone como contrapunto a la honesta estrechez del hidalgo las soberbias ollas de las bodas de Camacho, el propietario rico. No podemos resistir la tentación de copiar el sabroso párrafo: «Todo lo miraba Sancho Panza, y todo lo contemplaba, y de todo se aficionaba. Primero le cautivaron y rindieron el deseo las ollas de quien él tomara de bonísima gana un mediano puchero; luego le aficionaron la voluntad los zaques; y últimamente las frutas de sartén, si es que se podían llamar sartenes las tan orondas calderas; y así, sin poder o sufrir ni ser en su mano hacer otra cosa, se llegó a uno de los solícitos cocineros, y con corteses y hambrientas razones le rogó le dejase mojar un mendrugo de pan en una de aquellas ollas. A lo que el cocinero le respondió:

Hermano, este día no es de aquellos sobre quien tiene jurisdicción el hambre, merced al rico Camacho. Apeaos y mirad si hay por ahí un cucharón, y espumad una gallina o dos, y buen provecho os hagan.
No veo ninguno — respondió Sancho.

Esperad — dijo el cocinero —. ¡Pecador de mí, y qué melindroso y para poco debéis de ser!
Y diciendo esto, asió un caldero, y encajándolo en una de las medias tinajas, sacó de él tres gallinas y dos gansos, y dijo a Sancho:

Comed, amigo, y desayunaos con esta espuma, en tanto que se llega la hora del yantar.

No tengo en qué echarla — respondió Sancho.

Pues llevaos — dijo el cocinero — la cuchara y todo; que la riqueza y el contento de Camacho todo lo suple.

Un ejemplo de la extrema pobreza de las ollas es — también en el siglo XVII — la descripción de la olla que ofrece a sus pupilos el dómine Cabra en el Buscón, de Quevedo. Este gran poeta del hambre el segundo del mundo, porque el primero escribió el Lazarillo de Tormes — lo cuenta así:

«Sentóse el Licenciado Cabra y echó la bendición; comieron una comida eterna, sin principio ni fin; trajeron caldo en unas escudillas de madera, que en comer una dellas peligraba Narciso más que en la fuente. Noté con la ansia que los macilentos dedos se echaban a nado tras un garbanzo huérfano y solo que estaba en el suelo. Decía Cabra a cada sorbo: «Cierto que no hay tal cosa como la olla, digan lo que dijeran; todo lo demás es vicio y gula». Acabando de decirlo, echóse su escudilla a pechos, diciendo: ‘Todo esto es salud y otro tanto ingenio’. ¡Mal ingenio te acabe! decía yo entre mí, cuando vi a un mozo medio espíritu, y tan flaco, con un plato de carne en las manos, que parecía la había quitado de sí mismo. Venía un nabo aventurero a vueltas, y dijo el maestro: «Nabos hay. No hay para mi perdiz que se le iguale: Coman; que me huelgo de vellos comer». Repartió a cada uno tan poco carnero, que en lo que se les pegó en las uñas y se les quedó entre los dientes pienso que se consumió todo, dejando descomulgadas las tripas de participantes. Cabra los miraba, y decía: «Coman; que mozos son, y me huelgo de ver sus buenas ganas».»

El siglo xvii y sobre todo el XVIII traen a la cocina española y, a través de ella, a la europea, nuevos productos fundamentales: La patata, el tomate, la guindilla, el pimentón y el chocolate. De todos ellos era aprovechable, singularmente para el cocido, la patata, que como todos estos productos viene de las Indias. La primera vez que se escribe la palabra papa — que en quichua quiere decir patata — es en 1540. La palabra patata se híbrida del cruce de papa con batata, o sea patata dulce, aunque en algunas partes de España, y singularmente en América, continúa llamándose papas a las patatas. En Francia, la boga de la patata viene mucho más tarde: en las postrimerías del siglo xvin, cuando Parmentier la impuso, durante el reinado de Luis XVI, y la popularizaron las hambres de la Revolución Francesa.

En España, con la ascensión de los Borbones al trono en el siglo xvtil, la olla podrida pasa de ser un plato aristocrático a ser un plato popular. Entonces ya no aparece a menudo en las mesas reales, que andan al ceremonioso compás de Francia, pero sí, en cambio, en las mesas burguesas o en las fiestas de bodas populares. A principios del siglo xix, José De Urcullu, teniente del regimiento de infantería de León, publica un libro titulado La Gastronomía y los placeres de la mesa, en el cual explica este delicado placer que es la olla:

Ya la sopa presentan en la mesa,
de excelente comida anuncio cierto,
dorada, sustanciosa, ¡oh cual exhala
el olor de la vaca y de torreznos!
Juego de vegetales es su caldo,
de gallina menudillos tiernos,
acompañada con ligera escolta,
de platillos hermosos, cuyo objeto
es mover suavemente los sentidos,
y abrir el apetito casi muerto.
Con pompa y majestad, tras de la sopa
una podrida olla va viniendo,
no deben descubrirse confundidos
la gallina, el chorizo v el carnero,
el jamón y la vaca entre el garbanzo
acompañados de tocino fresco.

Hasta la época de la Restauración no hay un sincero esfuerzo para que la olla podrida vuelva a la mesa de Alfonso XII. En el libro editado en 1888, es-crito por el Dr. Thebussem y «Un Cocinero de su Majestad», titulado La mesa moderna, se defiende brillantemente la reaparición, en la mesa real, de la olla podrida. El Dr. Thebussem aboga por esta aparición viendo en ella, incluso, una ventaja politica; es decir, la simbólica asociación, en un plato único, de productos de casi todas las zonas y latitudes de la península ibérica: El garbanzo de Castilla, las legumbres de Aranjuez, el carnero de Valencia, la vaca de Navarra, las gallinas de la Mancha, los embutidos de Extremadura y el jamón de Aracena. Consigue que Alfonso XII pida, en 1876, la olla podrida para su banquete de cumpleaños. Entonces la olla podrida es más sencilla. Se ha eliminado de ella la caza y ha aparecido, como hemos señalado, la patata y la berza. La olla de aquel momento es la que Larra nos describe donosisimamente en aquel incómodo y familiar convite de su articulo El Castellano Viejo. El castellano viejo invita a Larra a una comida que es la caricatura de los ágapes de la clase media madrileña de principios del siglo XIX. El pelma Braulio, su anfitrión, gárrulo abominador de las cortesías antiguas, se sienta el primero y dice: «¡Sin etiqueta, señores! Y se echó el primero, con su propia cuchara. Sucedió a la sopa un cosido surtido de todas las sabrosas impertinencias de este engorrosísirno aunque buen plato; cruza por aquí la carne, por allá la verdura, acá los garbanzos, allá el jamón, la gallina por la derecha, por medio el tocino, por la izquierda los embuchados de Extremadura!’ Aunque sea apartarnos del tema del cocido, digamos, para que los lectores se den cuenta de cómo se comía en los días de fiesta, lo que siguió a este cocido, verdadero peristilo de una comida desordenada y pantagruélica. Según parece, la única cosa sabrosa fue el cocido, buena señal de que la esposa de Braulio lo tenía de su mano. Y continúa Larra: «Al cocido siguió un plato de ternera mechada que Dios maldiga y a este plato otros, otros y otros, mitad traídos de la fonda, que esto basta para que excusemos hacer su elogio, mitad hechos en casa por una vizcaína auxiliar tomada al intento para aquella festividad, y por el ama de casa que en semejantes ocasiones debe estar en todo y por consiguiente no suele estar en nada». Estos platos contenían pescado nada fresco, y pichones algo quemados; – un pavo más bien duro; un estofado un tanto ahumado; unas magras de tomate y un capón o gallo, en cuya discriminación Larra no acertó, pero que en el esfuerzo de trincharlo escapó y se posó sobre una salsera, manchando el chorro de salsa que brotó de ella la limpia camisa del escritor. La comida fue tan abundante como escasa lo era cotidianamente.

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Un viajero por España, Richard Ford, en su libro Gatherings from Spain, publicado en 1845, habla de la olla en los siguientes términos:

«El cocinero tiene que poner sus cinco sentidos en el puchero o en los pucheros, pues es mejor hacerlo en dos. Tienen que ser de barro, porque, como el «pot – au -feu» francés, el plato no valdrá nada si se hace en un cacharro de hierro o de cobre; se tomarán, por tanto, dos, y se pondrán al fuego con agua. En el número uno, se echarán garbanzos que hayan estado en remojo toda la noche, un buen pedazo de carne de buey o vaca, un pollo y un gran trozo de tocino, y se hará que cueza de prisa un rato, y después se apartará para que siga hirviendo a fuego lento; necesita cuatro o cinco horas para estar bien hecho. En el número dos, se ponen con agua cuantos vegetales se hallen a mano: lechugas, coles, un pedazo de calabaza, zanahorias, judías, apio, escarola, cebollas, ajos y pimienta larga. Todas estas cosas han de lavarse muy bien, previamente, y picarse como si fueran para ensalada; después se añadirán chorizos y un pedazo grande de cabeza de cerdo salada, que habrá estado en agua toda la noche. Cuando todo está cocido suficientemente, se escurre muy bien el agua y se tira. Hay que cuidar de quitar la espuma de los dos pucheros. Una vez cocido todo, se apareja una gran fuente, y en el fondo se ponen las verduras, y en el centro, la carne, acompañada del tocino, el pollo y la cabeza de cerdo. El chorizo se colocara alrededor, formando corona, y todo se rociara con caldo del puchero nº 1, sirviéndole muy caliente.

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La olla podrida

El 9 de enero de este año procedimos, una vez más y para doce comensales, a la construcción de magna «olla podrida».
Nos valemos adrede del verbo «construir», por asemejarse entrañablemente el plato en cuestión a la obra arquitectónica, aunque la nuestra, comestible, sea de condición perecedera.
Seguimos la pauta marcada por recetarios del Monasterio de Yuste, tal y como llegó a algunos libros de cocina franceses del siglo XIX, introduciendo, aquí y allá, algunas variantes. En su mayor parte, tal es, sin embargo, la «olla podrida» que se servía, como «plato del día», en algunos afamados restaurantes del París de Balzac.
La «olla podrida», ya lo dijimos, es una suerte de cúspide en el vasto templo culinario de «lo hervido». Antes, empero, de llegar algunas de sus partes a la mesa, incluye operaciones de asado al horno y aún de frito y, con apenas un pellizco de imaginación, podría integrar hasta algo de lo crudo.
Es más, sus restos, que siempre los deja y en abundancia, utilizados en ropa vieja, es decir, recalentados en sartén con aceite, son, con evidencia, del reino de lo frito.

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Los materiales

El receptáculo que recibió lo que había de «pudrir» en largo y lento hervor, fue olla de aluminio con capacidad para 35 litros. No era para menos.
Recibió en su orondo vientre, y por ese orden:

1 Kg. de garbanzos, envueltos en redecilla, a fin de poder extraerlos sin necesidad de andar con difíciles trasvases.
1 1/2 Kg. de carne vacuna para cocido. 10 manitas de cordero y una mano de cerdo.
4 pimientos morrones, secos.
1 Kg. de panceta de cerdo.
1 Kg. de hueso de jamón.
1 Kg. de falda de ternera.
112 Kg. de falda de cordero.
1 Kg. de zanahorias grandes, enteras.
2 cabezas de ajos enteras.
1 Kg. de nabos, también enteros.
1 Kg. de puerros, atados en dos manojos.
1 Kg. de col de Bruselas, envuelta en un paño.
300 gramos de ciruelas secas y orejones, también en muñeca.
1 gallina.
10 choricitos de Jabugo.
6 morcillas serranas.
6 morcillas de cebolla.
2 morcillas de Burgos, gruesas.
2 pichones.
12 codornices.
6 alcachofas pequeñas y tiernas. azafrán, pimienta molida y en grano, comino, laurel y sal.
Adquirido en el Mercado de Maravillas, la cuenta subió a 3.500 peseta.

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La acción

Los garbanzos, previamente ablandados en remojo y colocados en redecilla, se ponen en la olla con cantidad de agua fría, y al fuego.
Al arrancar el hervor, colocamos el trozo de vacuno, el cerdo, las manitas de cordero y los pimientos marrones secos, que, de hecho, habían estado 12 horas en el remojo de garbanzos. Eran entonces las 17,30 de la tarde.
A las 18,30, adjuntamos las carnes blancas, ternera y cordero, y, media hora después, entraron en hervor las hortalizas.
Eran las cuando hundimos en el
ya vigoroso caldo azafranado, a nuestra gallina, a la que se unieron los pichones, a las 20 horas, hora en que se iniciaba la retransmisión televisada del partido Betis-Barcelona. Terminado el lance con victoria del Baila, acudieron á la cita, en compañía de sus congéneres, las doce codornices y las alcachofas, seguidas por chorizos y morcillas, merecedoras de un cuarto de hora de escalfado.
Se procedió entonces a dos operaciones que hicieron pasar parte de lo «hervido» a lo «asado».
Se extrajo gallina de olla y fue bien untada, con yema de huevo batida, abrigo con el que pasó al horno y lugar al que acudieron, seguidamente, los pichones, rodeados de ciruela y orejón, y las codornices que habíamos atado en manojos de a tres, sobre lecho de coles de Bruselas y guardia verde de alcachofitas.

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El consumo

Inicióse la pantagruélica cena con un plato del consumado, que, como es de buen sentido,
habíamos desengrasado y vertido encima de lonchas de pan frito, recubiertas de yema de huevo bien batida.
Vinieron luego a boca, a fuer de entrada, manitas de cerdo y cordero, con salsa vinagreta. Es de notar que de haber añadido una lengua de ternera a la barroca construcción, hubiera seguido el mismo camino.
Secundó a esas gelatinosas suavidades, para abrir boca, el plato con vacuno y acompañamiento de garbanzos.
El cerdo, en todas sus variantes, de la panceta fresca a las morcillas, llegó con los nabos y aderezos de mostazas francesas.
Un reposo se imponía tras esta ocasión, y fue refrescado con copita de aguardiente, destinada a crear el agujero que otros manjares habían de cubrir.
Propició la secuencia de la larga cena la llegada a mesa del plato de carnes blancas, ternera y cordero, con custodia de gruesas y simpáticas zanahorias.
Poco después comparecía en la mesa la dorada gallina que, liquidada, dio paso a fuente de pichones con guarnición de orejones y ciruelas, y sábana de salsa picante con fundamento en el tomate, vino blanco, guindilla cortada, muy menuda, y cebolla suavemente espesada en mantequilla y harina candeal.
La cosa concluyó con codornices y coles de Bruselas.
Un Rioja fresco y ligero acompañó todos y cada uno de los platos, sin más interrupción que, a media cena, la de la copita de aguardiente.

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La «ropa vieja»

Sobró, por supuesto y a pesar del ogro que habitaba en cada uno de los comensales, de todo, en cantidades suficientes para suculentas ropas viejas.
Garbanzos, con lo sobrante de ternera y cordero, fueron más tarde al horno, con costra de queso rallado y yema de huevo.
Morcillas y chorizos quedaron reservados para acompañamiento de eventuales «duelos con quebrantos». Con codornices y menudillos de todo animal de pluma confeccionamos sabrosísimos pasteles, perfumados de trufa y enebro.
Reducidas a puré las zanahorias, permitieron, con el vacuno, el invento de un notable y muy «sui generis» haché Parmentier que, desde luego, no dudaremos en patentar.

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Olla Podrida

El Ainunrach des gastronomes, publicación periódica del Segundo Iinpericc tenía un corresponsal en España, cuyo nombre la revista no da, aunque precisa que era cocinero en «un riquísimo convento de capuchinos después de haber trabajado para un gran financiero español».

El hombre especifica que los conventos ricos «es realmente el único sitio donde se sabe comer en España y en donde hay un culto de las cosas del paladar digno de las mejores corles extranjeras».

Destaca aún este observador de los usos culinarios del siglo XIX español que cebolla y ajo constituyen oi esencial de la condimentación culinaria e incluso lo más socorrido en la nutrición de las clases pobres, Dice agudamente: «No hay que disimular que aunque el ajo y la cebolla sean más dulces bajo el cálido clima español, les queda aún un fuerte sabor y un poder nutritivo capaz de vivificar y dar a la sangre ese ardor que tal vez ha contribuido a hacer del pueblo español una nación bravía e independiente.»

El ajo crudo, sobre todo. obtiene apreciaciones político-sociales del mayor interés para el historiador que busca documentación en esos archivos irremplazables que son los viejos manuales de cocina. Dice aún nuestro informador que «el ajo crudo figura en España sobre todo y con ventaja, untando pan, plato que por sí solo reemplaza, para los gastrónomos paces afortunados, toda una alacena, toda una tienda de comestibies».

Pero a pesar de su proverbial sobriedad (a mi juicio un tanto masoquista), los españoles no vivían únicamente de pan y de ajo. Dice el corresponsal del Almanach des gastronomes: «Tenga que añadir, sin embargo, que las clases medias, las clases pobres de la sociedad y a menudo más de un gentilhombre, viven de un modo sobrio o parsimonioso: el plato ordinario consiste en lo que llaman una olla podrida,» Casanova, en vísperas de su muerte, confiesa que ama «las comidas muy sabrosas y en especial la olla podrida de los españoles». Y Charles Nodier, en su Légende de soeur Breatrix, habla de una «olla podrida digna de los infiernos». ‘
La olla podrida parece haber sido el plato internacional español del pasado, puesto que en Balzac hay también personajes que la comen, en un importante restaurante de París.

Pero había olla podrida y olla podrida. El periodista gastronómico del Almanach habla de una olla podrida consistente en «un trocito de carne, un trocito de tocino, un puñado de garbanzos, hojas de col y mocha pimienta colorada, todo cocido con agua». Y añade ese dato etnológico: «la olla lo contiene ledo, sopa, entremés, legumbres. Un gran vaso de agua y un cigarrillo sirven de postre. No se requieren muchos utensilios para preparar ese plato: una marmita hasta, todos comen en el mismo plato y beben en el mismo vaso».

A continuación, habla de la olla podrida para un grande de España. Lleva in siguiente: vaca, cordero, ternera, cerdo, jamón, gallina, pollo, perdices, pajaritos, salchichas, chorizo, coles, zanahorias, nabos, apio y perejil, puerros, cebollas, garbanzos y alubias, hígados de ave, y corno condimentos, azafrán, clavo y pimienta, antes de servir; hay que añadir a todo eso huevos duros y corazones de alcachofa. Al cabo de das horas de hervir, se sacan el pollo y las perdices de la olla para darles color en un asador, regándolos con yemas de huevos batidas y con tocino derretido.

El caldo se sirve con rebanadas de pan frito, encima de las cuates se pone huevo batido, almendras y otras frutas secas, como pasas, orejones, etc.
El grande de España se comía su olla podrida según el siguiente orden:
1. El caldo como está descrito.
2. La carne de vaca con los garbanzos y las zanahorias.
3. La gallina con arroz.
4. El cordero con la col.
5. La ternera con una salsa de tomate, acompañada con los menudillos y otra casquería,
6. El cerdo, salchichas y chorizo. con los puerros y los nabos.
7. El pollo que se ha puesto en el asador con orejones y pasas.
8. Las perdices y otros pajaritos L «1 salsa pic.mie.
La corresponsalía del Ahnunuch está fechada en marzo de 1860. Una época en la que el grande de España en cuestión podía, en realidad, llamarse Salamanca y ser una especie de genio especulador digno de Balzac (fue digno de Galdós, de todos modos).
En el mayor momento, de su esplendor, Salamanca llegó a contratar, para su gusto personal, al cocinero de Napoleón III, ofreciéndole mejor salario que el que podía pagarle el emperador. Más tarde, ese cordón bleu. instalarase por su cuenta en un gran restaurante de la Opera, en París, ofrecía los jueves. como plat du jour, olla podrida pour un grand d’Espagne. Salamanca, arruinado, subastaba sus joyas en el Hólel Druot.

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PLATO PARA ACOMODADOS

Sería difícil hallar exactamente el origen de esta «olla podrida» castellana, de la que el actual cocido parece un pobre remedo. Sin duda trata de un plato popular, propio de días de fiesta o bodas del labrad acomodado. Clase esta que en la primera mitad del siglo XVI experimenta un notable enriquecimiento gracias a la subida de los precias areo’ como resultado del aumento demográfico y de las inversiones de capa les, casi todos de origen «indiano., en el campo. Esta coyuntura alcas finaliza hacia 1570 aproximadamente, cuando una serie de malas cos chas, con variaciones según las regiones, producen una crisis de hambre que el proletariado agrícola feudalidad sufrirá con mayor intensidad
La dieta alimenticia de estos hombres, que constituían el mayor parte de la población española (unos 8,5 millones en el siglo XVI) está basada fundamentalmente en el pan y algunas «hierbas•, como en época se denominaban las verduras. La carne, casi nula, provenía de. caza o de animales muertos. Un fraile, confesor de Felipe IV. decía i ‘siglo más tarde: «Los labradores se sustentan almorzando unas migas sopas con un poco de tocino. A mediodía comen un pedazo de pan cc cebollas, ajos o queso, y así pasan hasta la noche, en que tienen olla i berzas o nabos, cuando más un poco de cecina, con alguna res mor cina». Por otra parte, el jesuita Santibáñez, en tiempos de Felipe I escribe un libro, «Historia de la provincia de Andalucía de la Compaña de Jesús», donde habla de pueblos enteros en los que sólo comic bellotas. La alimentación del noble estaba basada en el consumo ca exclusivo de la carne y del pescado cuaresmal. Castillo Bobadilla col, cabe el queso y la cebolla como manjares viles impropios de la mesa de un corregidor. Las verduras («hierbas») estaban desterradas de un mes de alta alcurnia. La fruta y las aceitunas sólo lo estaban en calidad c entremés.
Es, por tanto, la clase de labradores acomodados. la creadora participo consumidora de la «olla podrida». Una lectura a sus ingredientes nos enseñará que participa de los dos modos de comer de los españoles en aquel tiempo.
Esta comida, preparada en una enorme olla, duraba varios días incluso semanas. En una época sin frigoríficos, con las especias como artículos de lujo, lo más fácil para conservar los alimentos era cocinarlo. ‘No sería extraño que el plato pudiera, al cabo del tiempo apestar. Pero esto no era obstáculo para su consumo. Está comprobado que las perdices podridas hicieron las delicias de los paladares europeos y españoles durante siglos.
Es probable que, a través de los soldados y funcionarios españoles, el plato pudiera pasar a Italia, país donde se dan las mismas condicione para producir idénticos ingredientes. El caballero Casanova, en sus memorias, declara su predilección por la «olla podrida castellana» (¿propiedades afrodisíacas?) con lo cual tendríamos una proyección fuera de nuestras fronteras de la monumental receta.

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Para hacer una olla podrida

Toma dos libras de garganta de puerco salada, y cuatro libras del pernil desalado, dos hocicos, dos orejas, y cuatro pies de puerco partidos y recién sacados de un dial cuatro libras de puerco jabalí con el callo fresco, dos libras de salchicha’ mes buenos, y limpio todo hágase cocer con agua sin sal: y en otro vaso de cobre, o de tierra, cuézanse también con agua y sal, seis libras de carnero, y seys libras de riñonada de ternera, y seis libras de vaca gorda, y dos capones, o dos gallinas, y cuatro pichones caseros gordos, y de todas las dichas cosas las que estuvieren primero cocidas se vayan sacando del caldo antes que se deshagan y consérvense en un vaso, y en otro vaso de tierra, o de cobre con el caldo de la sobredicha carne, cuézanse dos cuartos de liebre traseros cortados a pedazos, tres perdices, dos faisanes, o dos ánades gruesas salvajes frescas, veinte tordos, veinte codornices, y tres francolines, y estando todo cocido, mezcles en los dichos caldos y cuélense por cedazo, advirtiendo que no sean demasiadamente salados. Téngase aparejados garuarços negros y blancos que hayan estado a remojo, cabezas de ajos enteras, cebollas partidas, castañas mondadas, judiguelos, o frisones heruidos, y todo se haga cocer juntamente con el caldo, y cuando las legumbres estarán casi cocidas, pónganse repollos, y berzas, y nabos, y rellenos de menudo, o salchichas, y cuando todo estará cocido antes tieso que desecho, hágase de todo una mezcla y incorpórese, gústese muy a menudo por respeto de la sal, y añádase una poca de pimienta y canela, y después ténganse aparejados platos grandes, y póngase una parte de la dicha composición sobre los platos sin caldo, y tómese de todas las aves partidas en cuatro cuartos, y las carnes gruesas, y las saladas cortadas a tajadas, y las aves menudas, déjense enteras, y repártanse en los platos sobre la composición, y sobre estas póngase de la otra composición del relleno cortado, y de esta manera háganse tres suelos y téngase una cucharada del caldo más gordo, y póngase por encima, y cúbrase con otro plato, y déjese media hora en lugar caliente y sírvase caliente con especias dulces. Puédanse después de hervidas asar algunas de las dichas aves.

Del LIBRO DEL ARTE DE COCINA de Diego Granado (1599).

El autor :

pedro gandara 001

Receta Manuscrita

 

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