Un bar no es solo una barra y cuatro sillas mal puestas. Es picoteo, vinos, conversación —y filosofía, ojo—. Porque un bar de verdad es un pequeño ágora moderno donde se mezclan librepensadores con hambre y/o sed, donde cada opinión cuenta, aunque no siempre tenga razón, y donde algunos aprovechamos para recoger perlas de sabiduría entre cañas y vermús. O para discutir, claro, que también se viene a eso. Y, sobre todo, se viene a disfrutar.
Hoy, por ejemplo, me esperaba una alineación de vinos que ya quisieran muchos sumilleres en sus sueños húmedos. Una selección made in Javi, de esos que no se limitan a beber, sino que comparten lo que les emociona:
- Un Javier Sanz Verdejo sobre lías (sí, ese que viene de Rueda y te deja pensando que igual el verdejo no estaba tan muerto como creías).
- Un Marieta Mencía Rosé de Castilla y León, porque no todo rosado tiene que ser de postureo.
- Un Quintaluna de Segovia, otro verdejo, este más mineral y elegante, como quien no quiere la cosa.
- Y para rematar, un Davide Albariño, cultivado bajo una agricultura que ellos llaman “reflexiva” (algo así como ecológica pero con más introspección, suponemos).
Todo esto servido delante de una generosa tabla —perdón, pandereta— de anchoas, un queso que tenía más carácter que muchos tertulianos de sobremesa y, por supuesto, un pan de La Crujiente. Sí, de esos que cuando los partes crujen como trailer en gravilla, y que te hace dudar si seguir la conversación o comértelo todo antes de que se enfríe.
Y en medio del festín, discusiones de las buenas. De esas sobre hostelería, tendencias, lo que funciona y lo que no, y cómo este mundillo se reinventa cada semana. Hasta que, zas, me plantan delante el plato principal:
Una costilla de cerdo Duroc, generosa, jugosa, con una salsa que pedía pan a gritos y unas patatas fritas caseras que te reconciliaban con la vida. Y con el bar. Porque cuando el plato es así, no hace falta mucho más. Solo amigos, vino y charla.
Y cuando creías que ya se acababa la función, entra en escena un tercero con café en mano, dispuesto a desenredar el nudo gordiano de nuestra discusión y, cómo no, arreglar el mundo en tres frases bien tiradas.
Tengo muchos amigos en hostelería. Algunos son lo que antes se llamaba «inquietos», ahora se les dice emprendedores con ideas disruptivas. Lo cierto es que tienen cabeza, pasión y ganas de cambiar las cosas. Y, por suerte, me enseñan un montón.
También discutimos. ¡Menos mal! Porque si todos pensáramos igual, esto sería un tostón.
Así que sí, esto es un bar: un sitio donde se come, se bebe, se conversa, se discrepa, se arregla (o se complica) el mundo… y se disfruta. Y eso, amigos, no lo encuentras en cualquier parte.
Por El Mule
Histórico de visitas al Hostel & Co
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