Cafe Burdeos no es un bar, es una institución camuflada tras el cartel discreto de “bareto”, plantado con toda la humildad del mundo en los aledaños de la Plaza de la Esperanza. Quien lo conoce, sabe que la esperanza no está en la plaza: está en encontrar mesa libre en su terraza. Y si no, a la barra, que tiene su encanto de confesionario gastronómico.

Yo, cada cierto tiempo —cuando la dieta me lo permite o simplemente me ignora— me premio con un desayuno peruano en este rincón inesperado. Aquí el desayuno no es un trámite: es una ceremonia. El protagonista absoluto es el sándwich de chicharrón, un monumento al sabor popular. Lleva una panceta generosa y orgullosa, bien dorada, cebolla roja que cruje como si no supiera que es vegetal, camote que equilibra dulzura con dignidad, y una yuca que no se anda con rodeos. Todo eso rematado con una salsa criolla a base de ají, limón y cilantro que si la vendieran en frasco, me la pondría hasta en el café.

Y hablando de café, aquí lo sirven con nobleza: humeante, fuerte y sin preguntas incómodas.

El precio es tan razonable que uno sospecha que en realidad es una trampa para volverte cliente fiel. Y funciona. El servicio, además, es de los que sonríen sin esfuerzo, incluso cuando el local está a reventar de comerciantes de la plaza, esos sabios del buen comer que ya sabían de Burdeos antes que nadie y lo han convertido en su segunda oficina.

En resumen: Burdeos no es solo un sitio para desayunar; es un lugar donde la mañana empieza con panceta y acaba con una sonrisa. Si tienes suerte, hasta te toca el último trozo de yuca… y ahí ya estás bendecido.

Por El Mule

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