Miramar un viaje al sabor de los 80 en el corazón del Sardinero
Hay restaurantes que no solo alimentan el cuerpo, sino también la memoria. Miramar, ubicado en los bajos del Sardinero, es uno de esos lugares que resisten al paso del tiempo con una dignidad que emociona. Desde los años 80 permanece inamovible, como un faro gastronómico que sigue iluminando a quienes buscan algo más que una comida: buscan recuerdos.
Entrar en Miramar es como abrir una cápsula del tiempo. La decoración, la carta, el ambiente… todo remite a una época en la que los platos se servían con generosidad y sin artificios. La cocina sigue fiel a sus raíces, con elaboraciones que fueron tendencia en su momento y que hoy resultan casi imposibles de encontrar. Para quienes vivimos aquella época, la nostalgia se convierte en ingrediente principal del menú.
La experiencia comenzó con una sidra elaborada en la propia casa. Una sorpresa agradable que nos acompañó durante toda la comida. Probamos dos variedades: la tradicional de escanciar y una versión achampañada que resultó ser todo un descubrimiento. Tanto nos gustó, que cayeron un par de botellas sin darnos cuenta.
El primer bocado fue un tomate de confianza, en su punto justo de madurez. En Cantabria, el tomate tiene nombre propio: debe tener dulzor, sí, pero sobre todo esa acidez que lo define y lo distingue. Acompñandolo el convoy con aceite, vinagre y sal al gusto del comensal, fue una entrada sencilla pero reveladora. El sabor auténtico, sin disfraces.
Luego llegó el desfile de los recuerdos: unos entremeses fríos y calientes que podrían haber salido de cualquier banquete de boda de los años 70-80. Ensaladilla rusa, queso curado, chorizo, rabas, croquetas, jamón serrano… un compendio de clásicos que evocan tardes familiares, celebraciones y sobremesas eternas. Cuántas veces habré visto a mis padres, tíos y abuelos pedir exactamente lo mismo, en este mismo lugar o en otros similares. Fue como volver a casa.
El menú continuó con dos platos que son emblema del restaurante: las sardinas, preparadas con la sencillez que exige el producto, y una rodaja de bonito a la plancha acompañada de tomate natural elaborado en la casa. Ambos platos son testimonio de una cocina que respeta la tradición, inamovible hace muchos años.
Para cerrar, el postre mantuvo la coherencia del viaje: melón, que también figuraba como posible entrante acompañado de jamón, y un flan casero que puso el broche dulce a una comida cargada de emociones.
Miramar no pretende reinventar la gastronomía. Su mérito está en conservarla, en ofrecer un refugio para quienes aún valoran la cocina de siempre. En tiempos de modas efímeras y cartas que cambian cada temporada, este restaurante se mantiene firme, como un testigo silencioso de una época que muchos llevamos en el corazón.
Y el final no podía ser mas autentico, el chupito de orujo
Por El Mule
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