Denominación de Origen Vinos de Madrid. Crianza 2011
Edición limitada a 7.000 botellas, siendo esta la número 1.446
Tinto crianza de alta expresión; con 95% de Tempranillo y un 5% de Cabernet Sauvignon y Garnacha.
Clima mediterráneo continental bajo la influencia de la cuenca del río Alberche y del Sistema Central. Viñedo en espaldera cultivado en suelo areno-arcilloso, silíceo y pobre en materia orgánica. Riego por goteo deficitario de apoyo. Se busca el equilibrio perfecto entre superficie foliar expuesta y uva.
Cada variedad se vinifica por separado. El encubado, en todos los casos, es de larga duración con maceración postfermentativa. Fermentación Alcohólica y Maloláctica bajo condiciones controladas. Crianza de 15 meses en barricas de roble francés y americano de 225 L.
Cuando me dijo que me acompañaría a la vendimia, me dejó sin palabras. Al besarnos bajo la vieja encina de El Repiso, cerré los ojos y pedí que este recuerdo no se borrara nunca de mi memoria…
Color cereza algo madura, con borde granate. Aromas a fruta confitada, balsámico, especias dulces, roble cremoso. Potente en boca, sabroso, redondo.
La Casa de Monroy representa la continuación de un legado familiar de más de cuatro generaciones. Actualmente, junto a las viñas de Garnacha que se plantaron a comienzos del siglo XX, cultivan otras nuevas como la Tinta Fina o Tempranillo y el Cabernet Sauvignon.
Los vinos de la bodega tienen un gran potencial: son vinos de autor de alta expresión. Siempre vinculados a la lectura, trascribo literalmente uno de sus escritos:
LA LECTURA Y EL VINO, DOS PLACERES DIVINOS.
“Los miembros de la Casa de Monroy siempre hemos sentido pasión por la literatura, las vides y el vino. Queremos contribuir a entreteneros desde nuestras limitaciones. Vamos a publicar, no sin cierta vergüenza, algunos relatos que hemos escrito donde el campo y el vino tienen un papel destacado. Algunos serán breves y otros más extensos. Ojalá os gusten, o al menos no os provoquen jaquecas ni retortijones. Allá va el primero:
-Joaquín, ¿qué quiere ser de mayor?- preguntaba el padre Leopoldo, profesor de bachillerato, a uno de sus alumnos más cualificados una anodina mañana de noviembre del año 1992. Esas mañanas en que los maestros no han preparado la lección e improvisan una clase coloquial, cercana al alumnado y alejada del programa oficial y que sirven para que los chicos piensen que el profesor X, en este caso el padre Leopoldo, no es tan ogro como parece.
-Vendimiador- respondió sin vacilar el muchacho. El padre, sorprendido por la elección, amagó con atizarle una de sus afamadas collejas pero detuvo su mano siniestra, nunca mejor dicho, a escasos centímetros del cuello. No entendía cómo el alumno más brillante en ciencias no contestaba astronauta, científico, bombero o incluso futbolista.
-Joaquín esa profesión, en primer lugar, es temporera, sólo se realiza durante unas semanas. El resto del año, ¿cómo piensa ganarse la vida?
-Quiero vendimiar por todo el mundo. La uva no se recoge en La Ribera al mismo tiempo que en California, por ejemplo. Usted lo debería saber, padre Leopoldo.
-Ahora sí que no se libra- susurró el padre Leopoldo quien descargó, a continuación y sin demora, toda su ira en el cogote del futuro vendimiador
¿Pero por qué motivo Joaquín aspiraba a desempeñar un oficio tan duro y tan radicalmente diferente de las fantasías de sus compañeros de pupitre que soñaban con emular las hazañas del Buitre o convertirse en miembros de Mecano? La explicación la encontramos en la vendimia, experiencia que hace un mes había vivido junto a su padre, propietario de numerosas hectáreas de viñedo en la provincia de Zamora. El progenitor, Ernesto, había intentado convencer durante años, sin éxito, a su polluelo para que le acompañara por lo menos un día al corte de los racimos. Sin embargo, Joaquín no se dignó a aceptar el ofrecimiento de Ernesto hasta que éste, juntó en una misma frase y en este orden las siguientes palabras: “Ven, tendrás dos mil pesetas por jornada”. Y ¡oh, sorpresa! Joaquín no faltó ni un solo día aunque sus riñones suplicaran una tregua. Lo que no se imaginaba el adolescente era lo mucho que iba a disfrutar en el campo. Lo primero que le sorprendió fue la alegría que reinaba en los jornaleros, hombres y mujeres que desafiaban al frío con canciones populares mientras se calentaban las manos en las hogueras, aún con las legañas colgando de sus ojos, minutos antes de empezar la faena. Los más animosos eran unos gitanos portugueses que rompían el rocío de las hojas con el batir de sus palmas. Tres familias completas compuesta cada una de ellas por; bebés, niños, padres, suegros y cánidos se habían desplazado desde una barriada de la ciudad de Estremoz, en la región del Alentejo, guiados por un patriarca que negociaba las condiciones económicas con Ernesto y que, agotado por ese tremendo esfuerzo, dormitaba todo el día salvo cuando tocaba comer o bajar al bar. Como si de caracoles se tratara, traían en sus furgonetas destartaladas prácticamente todas sus pertenencias, incluyendo colchones, vajillas o jarrones.
– El hogar no se establece en una ciudad, ni entre cuatro paredes. Son tus cosas y tu mujer y hay que llevarlas con uno para que nunca te falten-, aseguraba Remigio, un gitano de dieciocho años casado y padre de una criaturita morena como el chocolate y cara de ardilla. Con él trabó amistad Joaquín, próximos en años, dieciocho y dieciséis, pero distanciados en la cotidianeidad de sus respectivas existencias. A la edad del payo, el gitano trapicheaba con la chatarra, vendía ropa robada en los mercadillos o recolectaba la fresa mientras su esposa amamantaba al churumbel. También hizo migas con los zamoranos, sobre todo con Luis, el capataz de su padre. Este hombre de cejas pobladas como los vagones de metro, arrugas profundas como la melancolía y manos como azadones, quería a la tierra, veneraba las uvas y amaba el vino por encima de todo. De este curtido agricultor aprendió que en el vino se halla la esencia de la vida, la verdad de los hombres. Nadie miente ante él. Después de beber más de tres copas, el vino nos muestra cómo somos, sin disfraces ni máscaras. Aquéllos de naturaleza cariñosa regalarán besos y abrazos hasta a sus acreedores, los imbéciles acentuarán más su condición, los tristes derramarán lágrimas sin disimulo, los fanfarrones mostrarán sus bravuconadas y los juerguistas darán rienda suelta a su alegría. Es la magia del vino que iguala a los individuos de cualquier pelaje. Tampoco es necesario superar las tres copas para averiguar cómo se comporta uno. El vino se disfruta sólo con olerlo, no hay que alcanzar la melopea para embriagarse con sus virtudes.
En la vendimia no todo fueron amistades masculinas. Susana, una preciosa zamorana, se convirtió en su primera novia. Juntos se iniciaron en el aprendizaje del vino y comprobaron que ellos pertenecían al grupo de los cariñosos porque no paraban de prodigarse besos y caricias.
A pesar de las agujetas, las picaduras de avispas, los madrugones, los cortes con la navaja y los sarmientos, había disfrutado del mejor mes de su vida y, además, en su cartera dormían sesenta mil pesetas prestas a desperezarse. Ahora entendía el influjo que la tierra ejercía en su padre, abogado de profesión pero incapaz de desprenderse del legado de sus abuelos; unas hectáreas de viñedo, unos metros cuadrados de autenticidad. Decidió que su existencia estaría ligada a las cepas, primero como vendimiador, después como agricultor y finalmente como enólogo. En la actualidad, regenta la reputada bodega Leopoldo, un sentido homenaje al profesor que fustigaba su cabeza mas no su mente”.