Efectivamente, llegamos a la hora prevista, puntuales como casi siempre.

Al llegar al Restaurante nos esperaba su Jefe de Sala con una sonrisa dibujada en los labios; de esas sonrisas auténticas, nada ficticias, de alguien que tiene pasión por el trabajo bien hecho, no por quedar bien.

Nos saludó con un buenos días, ¿tienen Ustedes reserva?

Tras identificarnos, nos acompañó  hasta la mesa que nos tocaba en suerte. En una galería preciosa, con vistas a un  jardín centenario muy cuidado. El suelo de terracota de esos que ya no se fabrican, desgastado por infinidad de zapatos a lo largo del tiempo.

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Las mesas con suficiente espacio entre unas y otras para poder trabajar y poder mantener una conversación sin necesidad de susurrar.

Cada mesa decorada de forma diferente; todas de un blanco impoluto, mantel y servilletas, con hojas otoñales provenientes del mismo jardín que ocupaba nuestro interés.

Cada mesa con servilletas modeladas de forma diferente. Es importante que el cliente aprecie que su mesa es diferente, que se han tomado la molestia de prepararla exclusivamente para nosotros.

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Tenedor a la izquierda y cuchillo a la derecha. Como mandan los cánones. Un vaso bajo para el agua y, a su derecha, una copa para vino. Todo repasado, limpio. A la izquierda de cada cubierto, un plato para el pan, también blanco y reluciente.

El mismo Jefe de Sala nos acerca la oferta del establecimiento en formato de carta. Nos la entrega por la derecha y abierta; primero a la señora y luego a nosotros dos.

Nos da algunas recomendaciones de funcionamiento. Tenemos cuatro menús, pero se pueden configurar Ustedes el menú como más les guste, incluyendo un primero, un segundo y un postre.

Nos deja solos el tiempo suficiente para que comentemos los platos e intercambiemos alguna opinión entre nosotros.

Normalmente, el más decidido comenta su elección pensando en influir en los demás. Conmigo lo tienen difícil, siempre pido lo contrario que pidan los demás, así vemos más elaboraciones y siempre puedo robarles una cucharada de sus platos.

Nos toma la comanda en una PDA, tras preguntar si lo teníamos decidido.

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Se coloca a la izquierda de la señora y con sutileza y sonrisa franca empieza a tomar comanda. Ese documento escrito que dice lo que cada comensal va a comer en cada momento y cómo lo quiere. Yo, que soy muy cotilla, miro de reojo cómo toma nota de cada uno de nosotros. Es curioso que nos identifica con un número correlativo, el uno, el dos y el tres; siguiendo un orden inverso a las agujas del reloj.

Fácil, sencillo. No me va a preguntar cómo me llamo y apuntar: para Fulano tal cosa y tal otra.

Enseguida nos sirven agua. Por la derecha de cada uno de nosotros y en el vaso bajo. Inocentes, al terminar la comida se darán cuenta que no la hemos probado.

A continuación se acerca el Sumiller con el vino solicitado en sus manos. Siempre me recuerda a la madre que acaba de dar a luz, cuando le acercan a su hijo y le va a poner cara. Con mimo, con cariño y dulzura. Este es el vino que han pedido y nos da tiempo suficiente para comprobar que efectivamente, lo que nos indica en la etiqueta y en la contra etiqueta es lo que el más atrevido de los tres había pedido, con nuestra connivencia.

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A continuación descorcha la botella en una mesa auxiliar. Con sumo cuidado y ternura, sin mover apenas la botella y girando solamente el sacacorchos.

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Armado con un lito blanco impoluto, como el resto de lencería, se acerca a la mesa y pregunta si alguien quiere catarlo. Por supuesto, la señora hará las veces. Me encanta que las señoras caten el vino. Creo sinceramente que tienen más sensibilidad en la nariz y en la boca que nosotros, los del sexo masculino.

Le sirven vino en la copa, una cantidad pequeña, la verdad; para retirarse un poco de la mesa y dejarla que haga su ritual. Lo huele y lo saborea mientras nosotros la miramos con una mezcla de interrogación y de admiración. A partes iguales.

Da su aprobación. Está bueno. Le acaban de rellenar la copa y luego nos sirven a los demás.

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Es curioso cómo gira la botella y la limpia cada vez que sirve una copa. Será para que no gotee y así no dejarnos el mantel como un grafiti de Okuda. Es de agradecer.

En una cesta de tela nos indican el pan que nos ofrecen. Tres tipos de pan por persona, uno blanco, otro negro y otro de cereales. Vaya; ese gran olvidado de la comida, que casi nunca le hacemos caso pero que le echamos de menos cuando no lo tenemos. El pan. Me imagino el comedor de un restaurante elaborando pan al momento, en el mismo comedor; inundado de aromas diferentes y añorados.

Nos traen un aperitivo por persona con tres elaboraciones diferentes. Apoyadas en una pizarra negra, reminiscencias de la época dorada de la construcción. Siempre me acuerdo de aquel constructor que hizo una bodega impresionante, moderna y accesible; pero cuando terminó la obra se dio cuenta que no tenía ni viñedo ni vino para elaborar en esa maravillosa bodega.

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Nos explican el aperitivo, ingredientes y elaboración. E incluso el orden en que nos aconsejaban comerlos. Breve explicación, no vaya a ser que nos abrumen con tecnicismos.

Inconscientemente yo huelo los alimentos antes de meterlos a la boca. No sé si estará bien hecho o no, pero yo lo hago. Primero por necesidad de respirar y, segundo, por precaución. Cuán lejos hemos llegado los humanos gracias a nuestro olfato. Si huele mal, no lo comas. Faltaría más.

Habíamos quedado a comer para seguir trabajando durante la comida; planeando acciones de cara a un futuro cercano, muy cercano. Por eso habíamos escogido este restaurante. Por su privacidad, por su atención y por supuesto por la elaboración de los productos, el trato a la materia prima.

Terminamos el aperitivo sin apenas darnos cuenta de lo que habíamos ingerido, pues no parábamos de hablar.

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Yo me dejé los cubiertos fuera de esa pizarra maravillosa. Reconozco que no puedo con ellas, me parecen súper incómodas de transportar, feas como ellas solas, de un tamaño tan ridículo como aparentan. Ese será otro tema a tratar.

Mario, el camarero, colocó mis cubiertos encima de la pizarra. Por mi derecha, cogió el cuchillo y, por mi izquierda, apoyó el tenedor encima del pedernal para proceder a retirarlo, de nuevo por mi derecha. Lo hizo de forma tranquila, como regodeándose en el acto de bailar a mi alrededor. Es curioso, los demás pusieron los cubiertos también encima de la pizarra al unísono, sin que nadie les dijera nada. Tengo compañeros de mesa muy educados.

Sobre un plato con una “muletilla” nos traen los cubiertos correspondientes para poder comer nuestros primeros platos. Es de agradecer que el cubierto que va a la derecha, el que yo voy a coger con mi mano derecha, me lo pongan en la mesa a mi derecha. Y el tenedor lo marquen por mi izquierda, sin pasearme el sobaco por delante de mi delicada nariz.

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Por Alfonso Fraile

Continuará…

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